8. Métastase

Mi madre entró al café con la elegancia que la caracterizaba. Avanzamos juntos hasta la mesa donde un grupo de señoras la saludaban desde lejos.

–Hola, chicas.–saludó a sus amigas cálida pero tímidamente.
–¿Y cuándo llegaste?–preguntó una señora dibujando una torcida pero sincera sonrisa en su rostro.
–Ayer. Quería quedarme en casa pero Antoine insistió en que saliéramos. Fabián no pudo venir. Tú sabes, por el trabajo.
–Claro… Ay, Valerie, qué guapo se ha puesto tu hijo. No se parece en nada a su padre.–dijo maliciosamente una señora de mirada dura y facciones delicadas. A penas me conocía y ya me estaba halagando. Me cayó bien la tía.

Al saludar a las juveniles señoras como todo un infante educado me di cuenta de un par de miradas provenientes del otro extremo del café.

–¿Son tus amigos los de esa mesa?–preguntó mi madre al ver que me había fijado en otro punto del café con una sonrisa algo avergonzada.
–Eso creo…
–Vamos a saludarlos, hace tiempo que no los veo. Ya regreso, chicas.

Crucé el café caminando infantilmente detrás de mi madre y mirando el piso hacia la mesa donde estaban mis dos amigos. Cada vez que estoy junto a mamá me siento como el niño temeroso de separarse de su madre que fui cuando pequeño.

–Hola, chicos.–Darío y Fernando se pusieron de pie y saludaron a mi madre con un beso afectuoso en la mejilla.
–Qué joven y guapa te veo.–dijo Fernando sinceramente.–Vamos, te invito algo. ¿Qué deseas?
–Ay, gracias. ¿Un capuccino?

Nos sentamos con ellos a la mesa y luego de pasar las órdenes mi madre comenzó la conversación mis amigos. Movía sus manos con mucha delicadeza y, por momentos, se colocaba mechones del cabello detrás de la oreja de una manera muy natural. Era agradable que el toque de feminidad del grupo lo aportase alguien más además de Darío quien trató de controlarse por verse más hombrecito esa vez. Quien mirase la escena y no nos conociese diría que somos una sarta de hermanos. No era mi mamá quien estaba sentada en la mesa con nosotros, era la hermana mayor de mis amigos.

En toda la conversación y hasta poco después de que mi madre se excusara para ir a la mesa de sus amigas, no pude decir nada. Me limitaba a ver la escena como si no estuviese allí. Disfrutando extrañamente de cada momento y tratando de grabarlo en mi cabeza.

Quien no  conociera a mamá diría a primera impresión que es una persona sin preocupaciones, cariñosa aunque algunas veces fría y en perfecto estado de salud. La verdad era otra. Después de instalarse en la casa después de llegar de viaje, me había confesado que el cáncer que la había torturado hace más de 10 años atrás y que creyó haber vencido había rebrotado.

-Nos dimos cuenta con tu padre no hace mucho.-dijo sin poder verme a los ojos esa misma mañana durante el desayuno.

Fue un shock. No sabía qué responder ante tal revelación. Me quedé mudo.

–Pero he decidido que no haré nada. No se lo contaré a nadie. Yo ya cumplí con mi ciclo de vida. Cuando comience con los dolores y si son muy fuertes, tomaré un frasco de pastillas y me olvidaré del asunto.

Cuando terminé de oir esa frase, sentí como si una espada de hielo se me hubiese clavado en la espalda atravesando mi corazón y haciendo que mis ojos ardan y se nublen. Traté de decir algo pero mi mamá me interrumpió.

–No te preocupes, hijo. –continuó mi madre muy suelta de huesos. –Eres joven, tienes toda una vida por delante. Yo ya cumplí mi ciclo.

–¿Antoine, estás bien?–preguntó Fernando al verme ensimismado.
–Sí, sí. –Mentí. –No te preocupes, estaba pensando en un par de cosas del trabajo. ¿De qué estaban hablando?