14. Todavía no cierras el cajón

–Todavía sigues dejando el cajón abierto, ¿no?
–¿Ah?
–El cajón de tu cocina lo sigues dejando abierto luego de sacar cosas del cajón –dijo al regresar con un par de vasos con agua en la mano.
–Ah, no sé, creo que sí, no sé…–traté de manejar sin éxito el momento incómodo.

Era tan raro estar frente a frente otra vez. Habían pasando años desde la ultima vez que vi a Italo y el hecho de tenerlo en mi sala, conversado de lo más normal, cara a cara, era completamente alucinante.

Podría decir que Ítalo fue mi relación más larga. Ambos éramos bastante jóvenes cuando comenzamos pero, a pesar de nuestras grandes diferencias, logramos entendernos.
Recuerdo que, en esa época, yo recién iniciaba en la aventura de la tan ansiada independencia. Compartía un departamento con un amigo que trabajaba como «aeromozo» y que raramente estaba en casa, ya sea por trabajo o por alguna cita. Los padres de Ítalo no vivían en Lima. Él había venido para mejorar su español, comenzar una carrera y vivir con el lado de la familia paterna, con la que debía quedarse en Lima esos años. No se llevaba muy bien con ellos y prácticamente vivía en mi casa. Nunca nos dijimos para estar, las cosas simplemente se dieron entre nosotros. Era tan serio lo nuestro que ya le había hecho un cajón en mi closet para que dejara algunas cosas. Al final, dejé de ser celoso con mi espacio personal y nuestras cosas terminaron por mezclarse tanto que uno que otro fin de semana teníamos que la lavar la ropa juntos para asegurarnos de que nuestros boxers y pares de medias no se mezclen.

–¡Qué lindo tu departamento! Es tan…
–¿Gay? –bromee sólo para verlo sonreír.
–No, tonto. ¡Es tan grande! En Roma no tenemos tanto espacio. Se vive mucho mejor aquí en Perú.
–¿Cómo están tus papás?

La familia de Ítalo sabía que vivíamos casi juntos. Un par de veces él me obligaba a ponerme frente a la cámara de su computadora para conversar con su madre. Obviamente que él hacía las veces de traductor porque yo no sabía tanto italiano como para entablar una conversación con mi suegra de ese entonces.

–Mis papás no se hacen problemas con lo nuestro, sólo quieren saber con quién paro –recuerdo que me explicaba como para tranquilizarme.
–Bueno, tan mal chico no soy, ¿no?–preguntaba yo.
–Mmm… digamos que hay peores–me torturaba él y yo feliz.

Lo nuestro terminó no por decisión propia sino que él tuvo que irse a Roma con el resto de su familia y a terminar la universidad.

–¿O sea que ya te graduaste y todo? –pregunté conociendo ya la respuesta.
–Sí, hace meses. Ya somos colegas.

Ítalo también era arquitecto como yo. A decir verdad, nos cruzabamos en los pasillos de la universidad. Él era un chico de primer año y yo ya estaba terminando la carrera. Yo, distraído como siempre, no me había fijado que el chico más bonito (¡y extranjero!) de la facultad me seguía con la mirada cuando pasaba por los pasillos. Una amiga me informó de lo que pasaba a mi alrededor e hizo de Celestina.

Ítalo me contactó un par de días atrás por Facebook para decirme que estaba en Lima después de tanto años con sus padres y que quería verme. Yo lo invité a cenar, a lo cual él aceptó y se apareció en mi departamento con una botella de vino italiano que estaba destinada originalmente a uno de los miembros de sus familia paterna.

–Estuvo rica la cena. Sigues cocinando bien –me mintió descaradamente.
–Gracias… aunque sabes que lo único que hago es ponerle al pollo un aderezo que encuentro en una bolsita, ¿no?
–Deja de minimizarte –me dijo viéndome fijamente a los ojos y subiendo sus manos para colocarlas en mis hombros –Realmente cocinas bien, Antoine.
–Gracias –sonreí nerviosamente –¿Postre?
–¡Sí! ¿te ayudo con algo?
–No, no te preocupes. Yo lo hago –dije aun teniendo las manos de ítalo en mis hombros.
–Antoine, el chico que todo lo puede. Alguien no ha cambiado… –dijo Ítalo con un tono burlón.

Sonreí. De pronto, Ítalo se me acercó, cerró los ojos y me dio un pequeño beso en los labios muy despacio.

–Lo puedes todo pero no te has atrevido a besarme en toda la noche.

Estando sin palabras sólo atiné a sonreír. Me le acerqué, lo tomé por la cintura y lo besé, suavemente.
Era como revivir esos años que pasamos juntos. Aquellas frías tardes que pasábamos acurrucados frente a la televisión y las mañanas en las que él trataba de hacer algo en la cocina regresaron a mi memoria.

Al terminar el beso, colocó su cara en mi pecho y nos quedamos en silencio.