9. Frente a mi Universidad hay un Telo

–Frente a mi universidad hay un telo–dijo el chico en una conversación online.

Hace tiempo que le tenía ganas y, a pesar que había perdido un poco de su juventud, a sus 21 años no estaba nada mal.

Sí, me gustan los más jóvenes que yo. Mucha gente que me conoce puede llegar a pensar que tengo una tendencia a la pedofilia, más por mis comentarios y bromas que por mis hechos y mis experiencias, pero eso no es cierto. Al menos no al 100%.
Realmente no sé si tengo un «tipo de chico» específico. Si lo tuviese, creo que mi tipo sería un chico joven, atractivo, inteligente y gracioso. Un prospecto de hombre para ser moldeado a mis preferencias y que termine por acomodarse a mis gustos.

No recuerdo muy bien cómo conocí a Alonso. El primer recuerdo que tengo de él es cuando llegamos con mis amigos a una de esas reuniones donde nos aparecíamos sin ser invitados y, por nuestra chispa venenosa y alma irreverente, todos se nos quedaban viendo. En ese entonces, él sólo era un chiquillo de 16 años que comenzaba a explorar el ambiente limeño. Yo era un chico de 22 años -viejísimo para él- que comenzaba a experimentar la libertar de vivir solo debido a los prolongados viajes de mis padres. Ahora, él todo un chico universitario y yo todo un viejonazo trabajador, volvimos a retomar el contacto.

Alonso siempre me pareció un chico ricotón, no sé si por su juventud e inocencia o por su atractivo físico. Ahora, con más edad, me seguía pareciendo atractivo.

Después de meses de no hablar ni intercambiar palabra alguna, comenzamos a hacerlo casi a diario por internet. Así supe que ya estaba a la mitad de su carrera y que seguía soltero y, por ende, medio calentón.  Me confesaba sus gustos por algunos chicos de su clase y me provocaba con las cosas que se imaginaba hacer con ellos.
Yo, muy a mi estilo, le insinuaba cosas y bromeaba con el hecho de algún día poder tener algo. Según yo, él no entendía mis indirectas y simplemente las pasaba por alto. Luego me confesó que sí las captaba pero simplemente no estaba seguro de los mensajes que le mandaba.
Una solitaria madrugada, ya casi por dar concluida una conversación, me encaró y me pidió que le dijera la verdad. Hice de tripas corazón y le confesé mis sucias intenciones para con él. El silencio cibernético no se hizo esperar. Pensé que había metido las cuatro y, resignado, esperé un amable y destructivo «gracias pero.. no gracias». Para mi sorpresa, tranquilidad y morbo, Alonso también tenía sucias intenciones para conmigo.
Su confesión me dio el placentero sentimiento de tener el control de la situación, como un gato que juega con un inocente ratón antes de comérselo.

En los siguientes días, conversamos un par de veces sobre nuestros gustos, preferencias y fantasías en la cama para acordar finalmente que daríamos riendas suelta a nuestros instintos cuando el momento llegue. En una de esas acaloradas conversaciones, Alonso manifestó que frente a su universidad había un hotel donde iba la gente de su universidad, según él durante sus huecos.

–Son heterosexuales–le dije como para explicarle que su fantasía no se iba a poder realizar por la posibilidad de que se nos niegue la entrada.
–¿Y?–me respondió mostrándome que no entendió mi comentario, probablemente debido a su inocencia. Eso me calentó más.

Sé que hay gente a la que le excita el hecho de tirar en hoteles –mis amigos, por ejemplo– pero creo que acostarse con alguien al menos debe de hacerse en la comodidad de tu propio hogar.
Así, aprovechando que mi madre ya había viajado a encontrarse con mi padre, le propuse a Alonso que viniera a mi casa a pasar unas horas.

La noche en cuestión llegó. Alonso tocó la puerta, lo hice pasar y, justo luego de cruzar unas palabras banales y antes de arrancarle el short gris que le moldeaba tan bien el culo que tenía, el timbre sonó.

Dejé al niño cerca a la puerta con una arrechante cara de desconcierto y salí por la ventana, extrañado y listo para mandar bien lejos a cualquiera por haber interrumpido la noche.

–¡Salgamos de fiesta!–gritaron al unísono tres voces.

Me demoré unos segundos en identificar a los forajidos. Eran  Darío, Fernando y… Adrián.